Luces y sombras de nuestro Centenario

A partir de 1910 –año en que se conmemoraron fastuosamente el Centenario de la Revolución de Mayo en la Argentina y el Grito de Dolores en México– se inició un ciclo de festividades oficiales en toda Hispanoamérica cuyo fin era manifestar el prestigio y el lugar que ocupaba cada nación celebrante en la comunidad internacional de la época, tomando como referente el transcurso de un siglo del comienzo de su vida independiente. Así, pues, todos los actos oficiales e inauguraciones de obras públicas tenían como fin demostrar al mundo la madurez de los pueblos nacidos de la disolución del Imperio Español a inicios del siglo anterior.

Cuando llegó al Perú la hora de conmemorar su primer siglo de vida independiente, el gobierno del presidente Augusto B. Leguía decidió que el acto central de las actividades laudatorias del Centenario fuera el develamiento, en presencia de las comitivas oficiales, del monumento al Libertador José de San Martín, obra del notable escultor español Mariano Benlliure.

Al llegar el momento de descubrir la estatua ecuestre, el velo que la cubría no cayó hasta que tuvo lugar la improvisada y audaz intervención del joven Artidoro Cossio, quien con gran esfuerzo logró desatar las amarras de la tela que cubría el monumento y así, finalmente, pudo declararse inaugurado el monumento y la Plaza del mismo nombre. Esta anécdota refleja el momento político peruano de hace un siglo.

Postal de 1955 cuando un 9 de julio se realizó homenaje a José de San Martín. Foto: GEC Archivo Histórico

Ecos de un gobierno autoritario

Ante los ojos del mundo el presidente Leguía trataba de ocultar la deriva autoritaria de su gobierno, pero en el camino dejaba expuestos hechos deshonrosos, opuestos a los ideales de libertad y respeto de la ley que eran continuamente denunciados en la prensa extranjera. Así, por ejemplo, “El Diario”, de Rosario, Argentina, comentando la situación política peruana decía:

“La prisión y el destierro del ex – canciller peruano, el señor (Melitón) Porras, que acaba de decretar el gobierno tiránico del señor Leguía, revista los caracteres de un gran escándalo internacional…

“¿Es posible que el gobierno de Leguía se atreva a recibir suntuosas embajadas de diferentes naciones cuando los hogares más respetables del Perú están vacíos y las prisiones repletas con los ciudadanos más ilustres?

“No son embajadas diplomáticas o militares las que hoy hacen falta en el Perú, sino nuevas cruzadas libertadoras que devuelvan al pueblo sus derechos para disponer sus destinos.

“El gobierno argentino, por una de esas ironías casuales, ha dado a su actitud respecto del próximo centenario de la Independencia Peruana un sesgo que responde a la situación. No envía una embajada diplomática o militar encargada de rendir homenaje a la obra libertadora de San Martín, sino que destina una evangélica misión sacerdotal, como antaño iban los misioneros abnegados a los pueblos infieles para convertirlos.

“En verdad, la misión de monseñor (Luis) Duprat adquiere una extraña lógica de las circunstancias, una ironía cruel, pues el Gobierno del Perú no está para embajadas ni fiestas, sino para misiones conversoras que aplaquen la ira del tirano”.

El presidente Augusto B. Leguía, retratado en el Oncenio.

La mano efectiva detrás de la represión política del gobierno leguiista era el ministro de Gobierno y primo hermano del jefe de Estado, Germán Leguía y Martínez. Esta respondía – según la versión oficial – a la división hondísima que existía en el seno de los partidos políticos. Lo cierto es que desde noviembre de 1920 el gobierno, amparado en el supuesto descubrimiento de un plan para derrocarle, encarcelaba a sus enemigos políticos en el Panóptico y en la isla de San Lorenzo y les juzgaba en tribunales “ad hoc” en claro desafío y desautorización del Poder Judicial para luego ordenar su deportación.

Así, con este fin, el gobierno fletó el vapor “Paita”, de la Compañía Peruana de Vapores, el cual zarpó de El Callao el 11 de mayo de 1921 con veintidós presos políticos, entre los que se encontraban el senador Miguel Grau, hijo del héroe de Angamos, y el ex – presidente de la República, coronel Oscar R. Benavides, con rumbo a Sydney, Australia. Una semana después del zarpe, los deportados, dirigidos por el coronel Benavides, protagonizaron un exitoso motín tras el cual variaron el rumbo de la nave hacia Punta Arenas, Costa Rica, en busca de asilo político, el cual les fue concedido.

El motín a bordo del “Paita” corroboró al mundo entero que, efectivamente, algo muy turbio estaba pasando en el Perú, quedando así desdibujadas las declaraciones oficiales que negaban la supresión de la libertad de prensa y la expropiación de los periódicos de oposición – como ocurrió con “La Prensa” –y la supresión de la libertad de cátedra al haber ordenado el cierre de la Universidad Mayor de San Marcos.

Ciertamente estaban pasando muchas cosas en el Perú y sobre ellas comentaba la prensa extranjera. Y es que la represión política iba de la mano de la crisis económica – el coletazo local de un cuadro global mucho más complejo causado por de las consecuencias del reflujo socioeconómico de la posguerra europea, caracterizado por el desempleo masivo, el aumento del costo de vida, la caída abrupta de los precios de las materias primas, etc. – que golpeaba cruelmente a las clases más necesitadas del medio.

En nuestro país la crisis fiscal había llegado al punto que, con el fin de financiar los actos y las obras conmemorativas del Centenario, el gobierno recurrió a un empréstito forzoso de los Bancos nacionales a través de la imposición de medidas restrictivas del control de capitales.

Foto: GEC Archivo Histórico

Finalmente estos últimos cedieron, pero la tensión provocada se vio reflejada en el alza de la tasa de cambio entre el dólar norteamericano – la nueva divisa global – y la libra peruana, que era de 3,30 libras por dólar. A la incertidumbre económica se sumaba el temor de la irradiación del comunismo desde la Rusia soviética.

Las huelgas estaban prohibidas y sobre cualquier extranjero al que las autoridades consideraban como pernicioso recaía una orden inmediata de expulsión del país. Así, estando fuera de la ley las protestas laborales, el temor de disturbios era muy grande. Este se hizo realidad en La Oroya, donde funcionaba la más importante fundición del país, en junio de 1921, a raíz de la detención de algunos dirigentes mineros. La comisaría donde se encontraban retenidos fue asaltada por una turba y el comisario linchado frente a sus subordinados. El orden solo pudo restablecerse tras el envío de tropas desde Huancayo.

Celebraciones siguieron en pie

A pesar del evidente descrédito internacional, el gobierno del presidente Leguía continuó impertérrito con los preparativos de los actos conmemorativos de la independencia nacional, entre ellos la Exposición Industrial, en la cual – según informaba La Vanguardia, de Barcelona – se presentarían “los productos (peruanos) más seleccionados y que mejor pueden competir con los artículos extranjeros”.

Animaba también al gobierno la idea que, al recibir importantes y numerosas delegaciones extranjeras y ofreciéndoles una imagen de prosperidad y progreso, se disiparía la imagen negativa del país.

"Saludo al presidente Leguía" es un óleo sobre lienzo realizado por el pintor peruano Daniel Hernández Morillo. En este documenta la recepción que hiciera el gobierno peruano a los embajadores y personalidades que concurrieron a las celebraciones por el Centenario de nuestra Independencia. Colección del Museo del Banco Central de Reserva del Perú.

Destacaban entre los jefes de las delegaciones oficiales que llegaron a Lima el héroe de la batalla de Verdún, general Charles Mangin – uno de los jefes militares galos más celebres y controvertidos, por su valor suicida en los campos de batalla de la reciente contienda bélica mundial – a quién el Congreso, por ley especial, concedió el grado de general de división del Ejército Peruano, quien mandó la línea en la revista militar del Centenario; el teniente general del Ejército Británico Douglas Cochrane, duodécimo Earl (conde) de Duadonald, descendiente del héroe de la Independencia Lord Cochrane, inventor y asesor técnico del Almirantazgo durante la Gran Guerra; Cipriano Muñoz de Villaza, Conde de Villaza, Grande de España, político y erudito entre cuyas obras destacaba un estudio sobre las lenguas indígenas de América, etc.

Todo lo planificado por el gobierno estuvo al borde del colapso a causa del incendio de Palacio de Gobierno el día 3 de julio. Las causas del siniestro nunca se aclararon, pero el régimen hizo correr el rumor que se trató de un intento más de asesinato del jefe del Estado. El desastre fue solucionado rápidamente gracias al concurso de expertos que, haciendo uso de escenografía teatral, “reconstruyeron” Palacio de Gobierno.

A pocos días de celebrarse el Centenario de nuestra Independencia se desató un incendio en Palacio de Gobierno.

Este hecho no opacó, empero, la indeleble marca que dejaron los obsequios de las colonias extranjeras residentes en Lima, de los cuales muchos subsisten hasta nuestros días y son parte del patrimonio arquitectónico y artístico de nuestra ciudad, tales como la Torre Reloj del Parque Universitario, regalo de la colonia alemana; el primer Estadio Nacional, de la colonia británica, que constituyó un hito en el afianzamiento del fútbol en nuestro país; la estatua del mítico fundador del Incario, Manco Capac, ofrecida por los residentes japoneses; el Arco Morisco, de los residentes españoles, cuya recreación, inaugurada por el rey Juan Carlos I en 2002, hoy vemos en el Parque de la Amistad en Surco; el Museo de Arte Italiano, inconfundible por su delicada forma de joyero, es elemento fundamental del Paseo de los Héroes Navales.

Museo de Arte Italiano. 17 de junio de 1961 (Foto: GEC Archivo Histórico)

No obstante, sobre el legado material dejado por la celebración de nuestro primer Centenario, pesa la sombra del culto a la personalidad que impregna hasta ahora la relación de muchos con nuestros mandatarios. Y es que, hace una centuria, no se conmemoró en realidad un siglo de vida nacional libre y soberana, sino más bien se vivió el difícil parto de la “Patria Nueva” que proponía el presidente Leguía, a quien el Congreso – bajo su control – otorgó por ley especial la Medalla Cívica del Centenario, por su actuación personal en la organizaciones de las fiestas que se consideraron un éxito para la nación. No se trata de restar méritos a la gestión del gobierno de Leguía por los actos conmemorativos de entonces, sino de observar lo lejos que nos encontrábamos del espíritu del lema que adornaba nuestras monedas de un sol de plata: “Firme y feliz por la unión”.

Fuente: El Comercio.